Catorce días
Lo llamaron Abderrahman. Igual que su tatarabuelo Abderrahman II, cuarto emir
de Córdoba. Igual que su recontrachozno Abderrahman I, primer emir de Córdoba. Estirpe
omeya de hombres longevos. Descendientes directos de los califas de Damasco. Amos
durante siglos del territorio de al-Andaluz.
Nació el 7 de enero del 891. Su padre, el infante Muhammad, murió veinte
días después apuñalado por un hermanastro. Su madre, Muzainna, era una
concubina cristiana que integraba un harén secundario de mujeres no musulmanas.
De ella heredó los ojos celestes, la piel cetrina, y ese donaire que mil años
después Rafael Alberti, refiriéndose a la cadencia de Lorca, llamaría garbo andaluz.
Abderrahman pasó la infancia entre harenes, sub-harenes, eunucos, todo tipo
de sirvientes. Fue la luz de los ojos de su abuelo, Abd Allah I.
A los trece años sufrió su primer ataque de epilepsia. Una forma leve, no
convulsiva, que había sido común entre los faraones egipcios y que por eso
llamaban “enfermedad sagrada”. Una característica recurrente entre los que padecen
esta forma de epilepsia es la personalidad metódica, la obsesión con el orden y
la planificación.
Abderrahman necesitaba registrarlo todo. Lo que había hecho durante el día.
Lo que haría al día siguiente. El balance entre lo planeado y lo concretado.
Incluso el grado de felicidad que ese balance le provocaba.
En el año 912, cuando murió Abd Allah I, el poder del emir se extendía poco
más allá de los suburbios de la ciudad. Una serie de intrigas de las que fue ajeno,
y la preferencia del abuelo, llevaron a Abderrahman a ocupar el trono. Tenía 20
años. El tío Almudhaffar, segundo después del primogénito asesinado, tenía
todos los derechos para reclamar el lugar de su padre. No lo hizo. Acató la
autoridad de su sobrino y se convirtió en el organizador y general de los
ejércitos que llevarían al emirato de Córdoba a dominar casi toda la península
ibérica, y a ser el centro neurálgico del imperio musulmán en occidente.
Abderrahman III reinó durante 50 años, 6 meses y 2 días. Durante ese
período Córdoba se convirtió en la principal ciudad de Europa, con mil
seiscientas mezquitas y un número similar de baños públicos, setenta y seis
bibliotecas, la universidad más prestigiosa de occidente. Registros no fiables
dan cuenta de un millón de habitantes. Fuentes más fiables (Muñoz Molina, Laura
Bariani) hablan de seiscientos, setecientos mil.
Fue cruel cuando pensó que era necesario. Hizo ejecutar por traición a un
hijo suyo, en presencia de toda la corte. Hizo quemar la cara de una favorita
muy bella que osó una mueca de rechazo. Fue magnánimo, justo, generoso, se
dice, más veces de las necesarias. También se dice que fue el hombre más
instruido en derecho de la época, y un gran poeta, y un férreo defensor de la
ortodoxia islámica.
Tuvo todas las mujeres que se le antojó. Se calcula que unas cuatrocientas
pasaron por sus harenes. Parece que amó sólo a una, al-Azhara. La eternizó en
el nombre de Medina al-Azhara, la impresionante ciudad que construyó para
obtener el rango de Califa. Reconoció veintisiete hijos de los más de cien que
se le imputan.
Dedicó los últimos años de su vida a repasar las páginas en las que había
registrado proyectos, deseos, fracasos, pensamientos, sentimientos, día a día,
durante décadas. Miles de páginas, que daban lugar a nuevas páginas en tono de
balance. El viejo ya no podía escribir. Entonces dictaba.
El 13 de octubre del 961 el hombre que vivió setenta años y tuvo todo,
manejó todo, registró todo, dictó:
He reinado durante cincuenta años en victoria o paz.
Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos, respetado por mis aliados.
Riquezas y honores, poder y placeres, aguardaron mi llamada para acudir de
inmediato. No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. En esta
situación he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que
he disfrutado: suman catorce.
Después se comió varias perdices, y a los dos días murió.
otros que
vuelven, la vieja banda colombiana de ska Los Elefantes, con un disco de covers
llamado grandes éxitos de otros. en
esta versión del clásico just a gigoló se atreven al peligro de traducir la
letra. el resultado es sutil, irónico, perfectamente literal.