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Gado nació en Wanda, una pequeña ciudad de Misiones, hace unos cuarenta
años. Ahora Wanda tiene unos veinte mil habitantes, entonces no habrá tenido
más de diez mil. Ahora Wanda (está a 30 km de las cataratas y a 70 de la
frontera con Brasil) es una ciudad dizque turística, con una industria
artesanal de piedras semipreciosas, lodges de pesca sobre el Paraná, prostitución
de niñ@s, oferta de drogas y demás servicios. Pero entonces la industria de las
piedritas recién despuntaba, el turismo en general no era tan masivo, y el
pueblo vivía de la deforestación de algunas especies, la forestación de otras,
y de las plantaciones de yerba mate.
A la vuelta de la casa de Gado estaba la selva. Era como un patio donde los
chicos cazaban bichos y a veces los bichos cazaban chicos. Un hermano de Gado,
sin ir más lejos, murió picado por una víbora que llaman queimadora. A nadie le importó mucho. Aunque el padre no estaba
casi nunca, igual la madre paría todo el tiempo.
Con los años empezaron a llegar turistas que hablaban otros idiomas. Gado
aprendió palabras sueltas en varios, pero a esa altura ya hablaba bien dos
lenguas: la materna (español) y otra digamos televisiva (portugués). Veían
cuatro canales, el 12 de Posadas y tres brasileros.
Gado tuvo que aprender a defenderse. Era el menor de la banda y además era pequeño
para su edad. Durante mucho tiempo defenderse significó aguantar. Hasta que un
día apareció Dudú, un negro viejo y grandote que se ofreció a enseñarle otras
formas.
Eran las formas del jiu jitsu brasileño, una derivación del arte marcial
japonés que incorpora elementos del kendo y el kick boxing, y que consiste
básicamente en llevar la lucha cuerpo a cuerpo al suelo, anulando las ventajas
de contextura física entre oponentes. El maestro Dudú había alcanzado el
cinturón rojo y negro (faixa coral) y
como docente aplicaba un método que podía resumirse así: a más dolor mejor
aprendizaje. Nadie sabía nada de su pasado. Obviamente se comentaban muchas
cosas.
Gado entregó su alma y su cuerpo esmirriado al jiu jitsu. De esa época le
viene el sobrenombre, de cuando lo tiraban feo y quedaba luxado en el piso (de
hecho hay llaves de luxación) y el maestro detenía el lance al grito de ssssstragado, ssssstragado.
Pero Gado fue creciendo y haciendo fierros y cada vez lo estragaban menos. Empezó
a competir en el circuito provincial de vale
todo, una disciplina que consiste en enfrentar dos oponentes dentro de una
jaula, y que cada cual use las técnicas que le parezcan más eficientes para
noquear al adversario o hacerlo golpear tres veces la lona con sus palmas,
indicando abandono. A los dieciocho le tocó la colimba y se quedó en el
ejército. Vivió en Tandil, Comodoro, Mendoza, Río Gallegos y otras ciudades.
Petiso, morrudo, morocho de ojos achinados, Gado se convirtió en una leyenda
del vale todo argentino. Lideró los
ránkings durante años, paseó su apodo looser por jaulas de toda latinoamérica.
Económicamente no hizo diferencia. Las bolsas en esta parte del mundo son
insignificantes al lado de por ejemplo las yanquees.
Cuando se instaló en Paraná conoció a una mujer que lo hizo padre y decidió
largar el ejército, porque le “pagaban una mierda por no tener secundario”. Ahora
tiene a esa mujer, una hija de cinco años y una mastín napolitana más buena que
un hámster.
Hasta donde sé, con Gado tenemos una sola cosa en común: los dos fuimos
adictos a la cafiaspirina plus, la versión recargada de la vieja y querida pepa
de bayer. Él la tomaba con red bull antes de ir a entrenar, yo con whisky para
prevenir la resaca. La dejé porque estoy en un programa de reducción alcohólica
y ya no la necesito. Él la dejó porque le “estaba haciendo un cráter en el
estómago”. Ahora para entrenar toma dos latas de sobe rush, un energizante según dice superior porque tiene guaraná.
Antes de las peleas sigue tomando efedrina, la consigue por izquierda en una
casa de deportes que omito nombrar porque conozco a los dueños.
Por lo demás cada vez que nos encontramos estamos en bandos opuestos. Él
detrás del mostrador de balanzas de la verdulería del coto, yo del otro lado
pasándole mis bolsas con naranjas, manzanas, mandarinas. Mientras pesa y pega
tickets me cuenta que ganó un torneo en Rosario, que el fin de semana tiene
otro en Florencio Varela, que su hija le pidió que deje de pelear y que lo está
pensando, porque con los años cada vez le cuesta más recuperarse del dolor.
eugenia
brusa y los bombones de murano hacen un clásico del acuífero guaraní. se
escucha para el orto pero la versión compensa.