Dos centímetros y medio
El padre era duro, áspero, afectivamente inexpresivo. El apellido le pesaba
toneladas. Había decidido educar a su única hija como una heredera perfecta.
Una princesa perfecta. Una reina perfecta.
La hija se sometía sin demasiada rebeldía. Tomaba clases de piano, pintura,
idiomas y modales. Iba a las fiestas que le indicaban, hablaba con las personas
que le señalaban. Quiso estudiar medicina. El padre fue terminante: su destino
era el matrimonio. Tenía una válvula que eran los libros. Leía en cada minuto
libre. Era feliz leyendo. Todo lo demás era cumplir mandatos.
A los 18 años sucedió algo inesperado. El padre le regaló un libro: Histoires extraordinaires, de Edgar
Allan Poe. Traducido al francés por Charles Budelaire.
Fue un orgasmo.
El padre se llamaba Roland y esa rama del apellido moriría con él. El
apellido que pesaba toneladas era Bonaparte.
Era nieto de Lucien, el hermano libertino y bisexual del emperador. Dedicó
su vida a limpiar esa mácula genealógica. Fue miembro de la Academia Francesa
de Ciencias, presidente de la Sociedad Francesa de Geografía. Se había casado
con la dueña del casino de Montecarlo y de la Sociedad de Baños de Mar de Mónaco.
A menos de un mes de ser padre quedó viudo.
La hija creció educada por una abuela Napoleona, déspota, bruta y sobreactuada,
hasta que el padre le consiguió un buen partido: el príncipe heredero de la
corona de Grecia y Dinamarca.
La hija se llamaba Marie. Ya tenía todo Poe en francés, inglés y alemán, y
las pocas biografías que había entonces. Estaba escribiendo su propio libro
sobre el genio.
El príncipe heredero se llamaba Jorge. Resultó noventa y ocho por ciento
borracho y cien por ciento puto. Marie había sido educada para cumplir roles y
se las arregló para darle dos hijos. Mientras tanto se revolcaba con guardias,
soldados, ministros, embajadores.
Con ninguno lograba alcanzar el estado paroxístico que sus compatriotas
llaman orgasme o petit morte, y que ella definía como volupté.
Se puso a investigar. Todo el conocimiento de la época estaba marcado por
el tabú y la moralina judeocristiana. Los estudios más serios abordaban sólo el
costado anatómico. Marie pensó que la cosa iba por ahí.
Con ayuda de uno de sus amantes, el cirujano Josef Halban, consiguió
entrevistar a casi trescientas mujeres y tomarles ciertas medidas. Llegó a la
siguiente conclusión: las que tenían el clítoris a más de dos centímetros y
medio del límite exterior de la vulva eran frígidas. El suyo propio estaba a
tres.
Halban no estaba de acuerdo en operarla. Pero Marie era una Bonaparte y lo
convenció. La cirugía salió perfecta. Y no sirvió de nada.
Desparramada en una chaise longue, Marie estudiaba las paredes del
consultorio. Había muchos diplomas colgados, pero el entelado tenía rectángulos
oscuros. Era evidente que el doctor había descolgado los testimonios de
membresía de las sociedades de las que había sido expulsado.
Marie había llegado hasta ese consultorio recomendada/derivada por otro de
sus amantes, el psiquiatra Rudolph Loewenstein, que le había advertido que los
métodos de su colega eran heterodoxos, acaso revolucionarios.
El doctor la escuchó con un interés que ningún médico había puesto en su
caso. Le dijo que lo suyo no era físico. Contraindicó una segunda cirugía. Le
propuso comenzar una terapia con dos objetivos inciertos: bucear en su interior
en busca de las causas que bloqueaban el acceso al placer, y prevenir las
tendencias suicidas frecuentes en casos como el suyo. La mente busca castigar al cuerpo por no actuar de acuerdo a sus
expectativas,
La paciente aceptó la terapia, y confirmó que las ideas suicidas ya habían
aparecido.
Era julio de 1925. El doctor se llamaba Sigmund Freud.
Como con Poe, otra vez Marie quedó deslumbrada.
Ya era una mujer grande (tenía 44 años) y decidió ser discípula del
maestro.
Fue muchísimo más que eso. Construyó una profunda y potente relación
afectiva (se tiene por cierto que nunca fueron amantes), fue confidente y
consejera, protectora, traductora, difusora ferviente del psicoanálisis.
Freud le aguantó lo que a nadie: la abierta oposición a sus métodos.
Mientras trataba de hacerle ver que aún no había superado la etapa fálica, y
que su clítoris era una representación del pene no encontrado, Marie se operó
por segunda vez. Otra vez, los resultados fueron nulos.
Mientras traducía al francés las obras de Sigmund Freud, Marie vivió el
período más fecundo y satisfactorio de su vida. Terminó lo que se considera la
más completa biografía analítica de Poe, tres volúmenes que organizan la obra
en clave psicoanalítica, y un cuarto que introduce la lente de Budelaire.
Escribió La sexualidad de la mujer,
un estudio pretencioso y asistemático, y el delirante y delicioso Cuadernos Negros, donde escracha a sus
amantes con bastante sadismo, con mediciones de tiempo, longitud, etc.
Prefería atender a sus pacientes al aire libre, tomando el sol del invierno
o la sombra del verano, tejiendo intrincados puntos de croché. Ayudó a muchas
mujeres a sentir lo que ella, según su propio testimonio, nunca sentiría.
Ejercía sus funciones protocolares a la perfección. Fue una princesa componedora,
generosa, querida por casi todos los que la conocieron. Dio refugio a cientos
de personas durante la guerra. Entre ellos a su propio maestro y familia.
Freud no logró reestablecer los circuitos del placer, pero sí detener las
tendencias suicidas. Marie murió a los ochenta años en su casa de Saint Tropez
de un ataque al corazón.
Algunos postulan que la sensación de tener razón, de acertar una hipótesis
es en un punto comparable a la del orgasmo. Ni siquiera ese endeble sustituto
le fue concedido a Marie Bonaparte.
Primero Alfred Kinsey y después los inefables Master y Johnson la
reivindicaron como pionera de la sexología.
Actualmente se considera que la distancia adecuada entre el clítoris y la
pared de la vulva es de dos centímetros y medio.
viejita la
vega (quién no) pela esa cosa de lija fina que desarma