viernes, 30 de agosto de 2013

Los putos primos






Todos sabemos que primos son los números naturales mayores a 1 sólo divisibles por 1 y por sí mismos, y que han sido desde siempre una espina para la matemática.
Aunque se los ha estudiado con cierta profundidad todavía quedan muchas cuestiones sin respuesta. La más inquietante de todas es la absoluta irregularidad con que aparecen en la tabla numérica. 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23 y así hasta el último descubierto (más de 17 millones de dígitos), nunca nadie ha podido establecer un patrón de aparición medianamente lógico. Algunos incluso llegaron a cometer la pérfida apostasía de sugerir que no había patrón alguno.
Pero en 1859 el matemático alemán Bernhard Riemann demostró que los ceros de cierta función de los primos (los conocidos al menos) se distribuían en el conjunto de los números naturales con un patrón indiscutible. La fórmula es compleja pero la representación gráfica llamada paisaje de Riemann es contundente: los ceros de la función Z caen la parte más baja del valle de la curva, espaciados uniformemente a lo largo de una línea recta que llamó recta mágica. A partir de ese descubrimiento Riemann formuló una hipótesis. Y les voló la cabeza a varios.
Muchos se pusieron a hurgar los primos con la esperanza de refutarlo. Uno de esos muchos fue el inglés Alan Mathison Turing.
Después de estudiar cálculo de probabilidades y análisis algorítmico en el King’s College de Cambridge (ganó el Smith Prize en 1936 por un trabajo llamado Sobre la función de error de Gauss), sabía que su objetivo podía llevarle décadas. Entonces decidió usar algunos años para elaborar un artefacto que le permitiese factorear cifras cada vez más grandes, lo que redundaría a la larga en un inmenso ahorro de tiempo. Como no tenía los medios para construir una máquina física concibió una máquina teórica, una suerte de cinta virtual compartimentada que podía recibir infinitas entradas binarias y arrojar resultados combinatorios.
Todos sabemos que en 1939 estalló la guerra. El gobierno inglés también sabía en qué andaba Turing, y lo llamaron para desencriptar mensajes del ejército alemán.
Con todos los medios de la corona a su disposición Turing fue artífice fundamental de la construcción de la primera Colossus, la máquina electrónica que según Churchill “acortó la guerra 18 meses” al permitir a los mandos aliados conocer detalles de movimientos de tropas, suministros etc. El desembarco del ejército norteamericano, por ejemplo, fue proyectado en las costas de Normandía porque se descifró que Hitler lo esperaba en Calais.  Las Colossus (fueron diez, la primera de 1500 válvulas, las otras nueve 2400) son consideradas las primeras computadoras dignas de esa denominación. Sus rollos perforados guardaban tantos secretos que al final de la guerra se destruyeron ocho.
Nueve años después, en 1954, Alan Turing murió en circunstancias bastante turbias. Aunque en el ambiente de elites universitarias la homosexualidad no era mal vista, la ley inglesa la consideraba una tendencia enferma y delictuosa. Turing denunció a un joven de 19 años que le robó un par de cosas de su casa. No dijo que era su amante pero la policía sospechó y le tendió una trampa, obvio un chongo que lo sedujo. El caso llegó a juicio, generó revuelo en la comunidad científica y en la sociedad. En consideración a su prestigio y aportes patrióticos le dieron a elegir: la cárcel o un “tratamiento hormonal para reducir la libido desviada”. Turing eligió esto último y comenzó a someterse a inyecciones de estrógenos que causaron efectos humillantes en un hombre de cuarenta años que siempre había sido deportista.
Junto con el crecimiento de los pechos y la disfunción eréctil apareció la depresión. Se fue volviendo cada vez más ermitaño y hostil y el gobierno inglés (para quien aún trabajaba) comenzó a preocuparse por su estado emocional. Además de homosexual se lo consideraba inestable, con tendencia a la depresión severa. Lo preocupante era que tenía muchos amigos extranjeros, y conocía secretos de estado cuya divulgación se consideraba de sumo riesgo.
Alan Turing amaneció muerto el 7 de junio de 1954. Sobre la mesa de noche había una manzana a la que le faltaba un solo mordisco. La manzana estaba tan impregnada de cianuro que un solo mordisco bastó. El veredicto oficial fue suicidio. Algunos familiares y amigos dudaron, otros directamente hablaron de asesinato. Cincuenta y cinco años después, en 1999, la revista Times elaboró una lista de los 20 hombres y mujeres más influyentes del siglo que terminaba. Turing figuraba en ella, al lado de Einstein, Gandhi, Lennon, Castro y los otros.
La máquina HAL de Clarke en 2001, la MULTIVAC de Asimov en La máquina que ganó la guerra, son recreaciones de la máquina de Turing, cuya influencia literaria atraviesa toda la ciencia ficción, el cyberpunk, y llega hasta la mismísima poesía. En 1960 se constituyó en París el grupo OULIPO (acrónimo de Ouvroir de Littérature Potentielle) autodenominado vanguardista y opuesto al dadaísmo. Los oulipistas, guiados por Italo Calvino, Marcel Duchamp y Raymond Quenau, buscaron nuevas estructuras formales en la poesía aplicando restricciones matemáticas como el test de Turing, la cinta de Moebuis o los fractales de Mandelbrot. Los resultados son tan engorrosos como las propias fórmulas.
En sus últimos años Alan Turing trabajó básicamente en criptografía, y abandonó el proyecto de los números primos.
La hipótesis de Riemann sobre la función Z aún no ha sido refutada y se la da por certera. La naturaleza infinita de nuestra representación del universo (por consiguiente de la numeración) determina que siga siendo sólo una hipótesis.





y el mundo deja de ser horrible por ocho minutos cincuenta y cuatro segundos





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