sábado, 29 de junio de 2013

Tigre Hotel








A principios de los noventa tuvo lugar un pequeño boom en la literatura argentina. Digo pequeño porque no fue una cosa que la gente hacía cola para comprar libros. Pero sí marcó ciertas pautas estéticas que todavía pueden verse claramente.
Algunos lo atribuyen al clima de estabilidad democrática. Otros a la declinación del realismo mágico y a un corrimiento de la mirada referencial hacia la literatura norteamericana. Otros a un debilitamiento del lastre hereditario que suponía la sucesión de Borges y Cortázar.
Lo concreto es que sucedió. Lo probable es que las causas hayan sido todas esas y también otras más.
Por supuesto la colección emblemática de ese momento de la narrativa argentina es la Biblioteca del Sur de editorial Planeta. Su director, Juan Forn, era y es uno de los últimos representantes de la raza de los literatos.
Biblioteca del Sur publicó a próceres emergentes como Fogwill o Laiseca, una línea intermedia como ser un Sáenz o un Dal Masetto, y sobre todo un verdadero seleccionado de lo que pululaba entonces por ciudad capital: Saccomanno, Fresán, Lañata, Martínez, Gandolfo, Rejtman o el mismo Forn, que eludió sabiamente la falsa modestia y se autoeditó el delicioso Nadar de noche.
También como en toda colección hubo libros y autores que después no trascendieron, por razones que vaya uno a saber pero que (a eso voy) no tienen necesariamente que ver con la literatura.
Un acierto fue el tratamiento formal del objeto libro. Tapas y contratapas blancas, tipografía repetida (parece times pero no es), una ilustración central de tapa que era siempre un dibujo o una foto intervenida “artísticamente”.
Libros muy fáciles de identificar, con el loguito de Planeta grande en el lomo.
Yo si veía uno y tenía plata lo compraba sin fijarme tanto en el autor. La colección en sí misma era un paradigma del modo de escribir de aquellos años, que entiendo preconfiguró voces actuales como las de Ramos, Hecker, Garland, Busqued, etc.


Toda esta disgresión nostálgica viene a cuento de que anteayer temprano, cuando los dos vasos de jugo y los primeros mates me impulsaron escaleras arriba en pos del baño grande, manoteé de la biblioteca un libro de la colección. Tuve incluso dos segundos de gracia para elegir uno de los varios que nunca leí.
Tigre Hotel, de Alejandro Manara.
Lo empecé en la citada circunstancia y anduve con el libro todo el día, fabricándome huecos de tiempo hasta terminarlo, leyendo con felicidad inesperada los dieciocho cuentos.
En Antes de que amanezca en Tapalqué hay un intercambio de parejas oscuro y tramposo. La gentileza de los desconocidos es una metáfora de cómo el arte porteño se coje al del interior. En realidad no muy metáfora. En Dos susqueñas una amistad desigual y ambigua se cristaliza con hechos definitivos.
En No te mueras sin que pueda hablarte:
En el auto quise hablarle de cómo había sido ser su hijo, de qué clase de madre había sido ella conmigo: lo que me había dado, lo que me había hecho ver siendo ella como era. Hace unos años pasé diez meses viviendo en su casa. Las noches en que el desasosiego me desvelaba, cuando nos encontrábamos en la oscuridad del pasillo caminando para que volviese el sueño, ella se ofrecía a calentarme una taza de leche. Buenas oportunidades para sentarnos a hablar, que yo creí tan inagotables como el insomnio y nunca aproveché. Me justificaba diciéndome que aún tenía tiempo por delante. A veces hasta me lo creía.
Episodio al pie de los Montes Dhola Dhar comienza así:
Habían pasado dos años del desembarco en Bombay. Dos años desde que diez mil oficiales italianos habíamos subido al convoy y remontado hacia el norte la línea de ferrocarril que pasa por Delhi y Jullundur. Dos años desde que trasbordamos a un tren pequeño y en él llegamos a Kangra y desde allí en camión hasta Yol. Es improbable que Yol aparezca en el mapa, pero está cerca de Dharmsala al pie de los montes Dhola Dhar, una estribación del Himalaya.
En el último cuento, Un hombre leyendo, el tipo termina de masturbarse en la pileta del baño y sale al patio a leer el diario del domingo. La sección cultural registra la muerte de un tal Raymond Carver. El hombre recuerda un cuento sobre los últimos días de Chejov pero no el título, algo con flores.
En la solapa hay una foto del autor. Tiene unos cuarenta años, pelo negro y piel trigueña. El copyright es de 1993.
Después googleé Alejandro Manara pero no encontré demasiado. Estudió literatura en Inglaterra, tradujo la correspondencia de Joyce con Italo Svevo, y en 1998 publicó un segundo volumen de cuentos, Bebiendo tristes, bailando graves.
También una foto más actual, con el pelo completamente encanecido, aparece en un sitio de citas para solos y solas.





por estos días ginebra bols, flores y este concierto de jack johnson. todo en repeat.



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