Los protocolos de los
ignorantes de mierda
Estábamos hablando con mi amigo Floripondio acerca de un tercero que
conocemos ambos, qué mal. Pero bueno, bien, elogiando la cultura enciclopédica
(posta) que tiene el tipo y otras cosas.
Floripondio encontraba en nuestro conocido (llamémoslo sin tapujos X) un
sólo defecto.
Bajó un poco la voz y me lo dijo:
—No sé si sabés, X es judío.
Yo sabía que X es judío. Capaz Floripondio pensaba que no porque el
apellido (sefaradí) no termina en osky
ni en of ni en ing ni en ninguno de esos
sufijos que la gente identifica con los apellidos hebreos.
Ahí arrancó larga discusión sobre prejuicios y todo eso. Anochecía. Pintó
whisky bueno (para un bebedor de blenders del chino) y a Floripondio le pintó
confidencia. Bajó otra vez la voz para hablarme de un libro que contenía todas
las explicaciones sobre la astucia, la maldad y la ambición de los judíos a lo
largo de la historia. Se ofreció a prestarme un ejemplar que guardaba en algún
lugar de su casa. Le respondí tres cosas.
a) que ya conocía ese libro.
b) que se fuera a la concha de su madre si se había tragado un discurso tan
ingenuo y autoincriminatorio.
c) que leyera el próximo posteo de interpósitapersona.
La historia empieza muy atrás, a principios del siglo XIV, cuando Felipe IV
de Francia ordena la destrucción de los templarios y el papa Clemente V ordena la
hoguera para el último gran maestre, Jacques de Molay. A partir de ese momento
se generan y retroalimentan todo tipo de versiones acerca de la supervivencia
clandestina de la orden, que incluso llegan hasta hoy. Pero nosotros nos
desviamos en 1614, cuando aparecen los Manifiestos Rosacruces, en los que
autores anónimos afirman integrar una sociedad secreta que recoge el legado de
los templarios (custodia del santo grial, de los arcanos del templo de salomón,
etc.). Los rosacruces, por razones que no viene al caso detallar, irrumpen en
el imaginario colectivo con un magnetismo tan fuerte como escurridizo.
En 1789 un oscuro religioso francés, el abate Agustín de Barruel, escribe
un librito llamado Mémoires pour servir à
l’histoire du jacobinisme, en el que afirma que después de la muerte de
Jacques de Molay los templarios se unieron a los masones en una sociedad
secreta para destruir la monarquía y la iglesia, e instaurar una república
mundial. Estamos en Francia, siglo XVIII. Barruel dice que los referentes de
esa sociedad secreta se llaman Voltaire, Condorcet, Diderot. Y que a su vez
están controlados por otra organización aún más secreta, Los Iluminados de
Baviera, cuyos conductores sí que son diabólicos, regicidas y sobre todo,
desconocidos.
Hasta aquí, como se ve, de judíos nada.
Caída la república, Napoleón se interesa por esa secta clandestina,
supuestamente tan poderosa, y manda a investigar. Sus informantes no hacen otra
cosa que resumirle el libro de Barruel, adosándole las opiniones de un tal
capitán Simonini, que relacionaba a templarios y masones con Manes (judío persa
fundador del maniqueísmo) y con el mítico Viejo de la Montaña. Se cree que en
realidad Simonini estaba preocupado por las crecientes vinculaciones de
Napoleón con la burguesía judía francesa. El emperador no da demasiado crédito
al informe. Más bien lo oculta, temiendo las reacciones populares en caso de
hacerse público.
Pero las versiones comienzan a circular por Europa, y les caen perfectas a
los jesuitas romanos preocupados por las ideas anticlericales de Garibaldi y de
los Carbonarios, una sociedad secreta ligada al Risorgimento italiano.
Los jesuitas retoman la idea del complot judeomasónico. Los anticlericales
responden difamando a los jesuitas.
La literatura se mete de cabeza en el asunto.
El folletín por entregas y las teorías conspirativas están en su momento de
gloria. Es la época de Alejandro Dumas.
Semanarios y mensuarios de ambos bandos (jesuitas y anticlericales) se
bombardean con historias que no son más que variaciones de una misma: el malo
es el otro.
Las más influyentes son El judío
errante, del francés Eugène Sue, donde los que aspiran a dominar el mundo
son los jesuitas; y Biarritz, del
alemán Hermann Goedsche bajo seudónimo sir John Retcliffe, que plagia al Joseph Bálsamo de Dumas pero en vez
formar el cónclave de Superiores Desconocidos con Cagliostro y compañía los
reemplaza por representantes de las doce tribus de Israel —que intentan
conquistar el mundo guiados por el Gran Rabino.
Todo, absolutamente todo, literatura.
En 1873 Biarritz se publica en
Rusia. Le cambian un toquecito el título: Los
judíos, señores del mundo. Agregan un prólogo en el que afirman que se
trata de una crónica verdadera proveniente de una fuente chequeada, el
diplomático inglés sir John Readcliff.
Ahí ya es todo un quilombo. La cumbre masónica de Dumas se mezcla con el
complot jesuita de Sue. Nace una versión conocida como El discurso del Gran Rabino, que también muta y muta y muta.
El lugar exacto en el tiempo indicado. Pëtr Ivanovich Racovsky, jefe de la funesta
Okrana (la policía secreta del zar), antiguo terrorista de extrema izquierda y
derecha, decide hacerle un favor a su jefe político, el conde Serguéi Witte,
que soportaba la fuerte oposición de un noble llamado Elie de Cyon. Racovsky manda
a registrar la casa y encuentra un texto manuscrito en el que Cyon había
copiado párrafos de El judío errante,
de Biarritz, de El discurso del gran Rabino y de otros folletines, poniendo siempre
a los judíos como los malvados. Un ejercicio de plagio como tantos.
Pero Racovsky la vio clarísima. No importaba que Cyon no fuera judío. Lo
importante era que sonaba a judío. Y que, exponiendo los planes judíos de
dominación del mundo, se autoincriminaba. Sólo faltaba un título. Racovsky supo
cómo hacerlo.
Los protocolos de los
sabios de Sión, un texto de una ingenuidad pasmosa, con serios errores gramaticales, fue
libro de cabecera de Hitler, y aún funciona como fuente referencial del
antisemitismo.
Además de ilustrar el estimado Floripondio sobre la cagada de creer en ese
libro (ponele que seas antisemita; sélo con argumentos) tuve ganas de resumir
esta historia por una razón menos pedante.
Es un lugar común decir que la literatura se alimenta de la realidad y nos
la devuelve filtrada por las tripas de cada escritor.
Todo el recorrido hasta la génesis de Los
protocolos de los sabios de Sión es uno de esos casos de manual, que verifica
que a veces (acá de un modo bastante choto) la realidad también se alimenta de
la literatura.
la realidad sigue siendo infumable pero la smowing sigue sacando discos. sube con 113 reproducciones vamos putos que hasta las 200 no paramos