viernes, 4 de octubre de 2013

Los protocolos de los ignorantes de mierda






Estábamos hablando con mi amigo Floripondio acerca de un tercero que conocemos ambos, qué mal. Pero bueno, bien, elogiando la cultura enciclopédica (posta) que tiene el tipo y otras cosas.
Floripondio encontraba en nuestro conocido (llamémoslo sin tapujos X) un sólo defecto.
Bajó un poco la voz y me lo dijo:
—No sé si sabés, X es judío.
Yo sabía que X es judío. Capaz Floripondio pensaba que no porque el apellido (sefaradí) no termina en osky ni en of ni en ing ni en ninguno de esos sufijos que la gente identifica con los apellidos hebreos.
Ahí arrancó larga discusión sobre prejuicios y todo eso. Anochecía. Pintó whisky bueno (para un bebedor de blenders del chino) y a Floripondio le pintó confidencia. Bajó otra vez la voz para hablarme de un libro que contenía todas las explicaciones sobre la astucia, la maldad y la ambición de los judíos a lo largo de la historia. Se ofreció a prestarme un ejemplar que guardaba en algún lugar de su casa. Le respondí tres cosas.
a) que ya conocía ese libro.
b) que se fuera a la concha de su madre si se había tragado un discurso tan ingenuo y autoincriminatorio.
c) que leyera el próximo posteo de interpósitapersona.


La historia empieza muy atrás, a principios del siglo XIV, cuando Felipe IV de Francia ordena la destrucción de los templarios y el papa Clemente V ordena la hoguera para el último gran maestre, Jacques de Molay. A partir de ese momento se generan y retroalimentan todo tipo de versiones acerca de la supervivencia clandestina de la orden, que incluso llegan hasta hoy. Pero nosotros nos desviamos en 1614, cuando aparecen los Manifiestos Rosacruces, en los que autores anónimos afirman integrar una sociedad secreta que recoge el legado de los templarios (custodia del santo grial, de los arcanos del templo de salomón, etc.). Los rosacruces, por razones que no viene al caso detallar, irrumpen en el imaginario colectivo con un magnetismo tan fuerte como escurridizo.
En 1789 un oscuro religioso francés, el abate Agustín de Barruel, escribe un librito llamado Mémoires pour servir à l’histoire du jacobinisme, en el que afirma que después de la muerte de Jacques de Molay los templarios se unieron a los masones en una sociedad secreta para destruir la monarquía y la iglesia, e instaurar una república mundial. Estamos en Francia, siglo XVIII. Barruel dice que los referentes de esa sociedad secreta se llaman Voltaire, Condorcet, Diderot. Y que a su vez están controlados por otra organización aún más secreta, Los Iluminados de Baviera, cuyos conductores sí que son diabólicos, regicidas y sobre todo, desconocidos.
Hasta aquí, como se ve, de judíos nada.
Caída la república, Napoleón se interesa por esa secta clandestina, supuestamente tan poderosa, y manda a investigar. Sus informantes no hacen otra cosa que resumirle el libro de Barruel, adosándole las opiniones de un tal capitán Simonini, que relacionaba a templarios y masones con Manes (judío persa fundador del maniqueísmo) y con el mítico Viejo de la Montaña. Se cree que en realidad Simonini estaba preocupado por las crecientes vinculaciones de Napoleón con la burguesía judía francesa. El emperador no da demasiado crédito al informe. Más bien lo oculta, temiendo las reacciones populares en caso de hacerse público.
Pero las versiones comienzan a circular por Europa, y les caen perfectas a los jesuitas romanos preocupados por las ideas anticlericales de Garibaldi y de los Carbonarios, una sociedad secreta ligada al Risorgimento italiano.
Los jesuitas retoman la idea del complot judeomasónico. Los anticlericales responden difamando a los jesuitas.
La literatura se mete de cabeza en el asunto.


El folletín por entregas y las teorías conspirativas están en su momento de gloria. Es la época de Alejandro Dumas.
Semanarios y mensuarios de ambos bandos (jesuitas y anticlericales) se bombardean con historias que no son más que variaciones de una misma: el malo es el otro.
Las más influyentes son El judío errante, del francés Eugène Sue, donde los que aspiran a dominar el mundo son los jesuitas; y Biarritz, del alemán Hermann Goedsche bajo seudónimo sir John Retcliffe, que plagia al Joseph Bálsamo de Dumas pero en vez formar el cónclave de Superiores Desconocidos con Cagliostro y compañía los reemplaza por representantes de las doce tribus de Israel —que intentan conquistar el mundo guiados por el Gran Rabino.
Todo, absolutamente todo, literatura.
En 1873 Biarritz se publica en Rusia. Le cambian un toquecito el título: Los judíos, señores del mundo. Agregan un prólogo en el que afirman que se trata de una crónica verdadera proveniente de una fuente chequeada, el diplomático inglés sir John Readcliff.
Ahí ya es todo un quilombo. La cumbre masónica de Dumas se mezcla con el complot jesuita de Sue. Nace una versión conocida como El discurso del Gran Rabino, que también muta y muta y muta.


El lugar exacto en el tiempo indicado. Pëtr Ivanovich Racovsky, jefe de la funesta Okrana (la policía secreta del zar), antiguo terrorista de extrema izquierda y derecha, decide hacerle un favor a su jefe político, el conde Serguéi Witte, que soportaba la fuerte oposición de un noble llamado Elie de Cyon. Racovsky manda a registrar la casa y encuentra un texto manuscrito en el que Cyon había copiado párrafos de El judío errante, de Biarritz, de El discurso del gran Rabino y de otros folletines, poniendo siempre a los judíos como los malvados. Un ejercicio de plagio como tantos.
Pero Racovsky la vio clarísima. No importaba que Cyon no fuera judío. Lo importante era que sonaba a judío. Y que, exponiendo los planes judíos de dominación del mundo, se autoincriminaba. Sólo faltaba un título. Racovsky supo cómo hacerlo.
Los protocolos de los sabios de Sión, un texto de una ingenuidad pasmosa, con serios errores gramaticales, fue libro de cabecera de Hitler, y aún funciona como fuente referencial del antisemitismo.


Además de ilustrar el estimado Floripondio sobre la cagada de creer en ese libro (ponele que seas antisemita; sélo con argumentos) tuve ganas de resumir esta historia por una razón menos pedante.
Es un lugar común decir que la literatura se alimenta de la realidad y nos la devuelve filtrada por las tripas de cada escritor.
Todo el recorrido hasta la génesis de Los protocolos de los sabios de Sión es uno de esos casos de manual, que verifica que a veces (acá de un modo bastante choto) la realidad también se alimenta de la literatura.





la realidad sigue siendo infumable pero la smowing sigue sacando discos. sube con 113 reproducciones vamos putos que hasta las 200 no paramos









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