martes, 26 de noviembre de 2013

El genio







Hacía meses que se murmuraba lo del arreglo. El rey Enrique IV iba a casarse con una puta.
María de Médicis desembarcó en Marsella el mediodía del 3 de noviembre del 1600. Traía un séquito de 2000 soldados y sirvientes y todo tipo de objetos suntuarios. Había exigido llegar a mediodía para enfrentar los rumores con su mirada arrogante y chocarrera.
El pueblo confirmó que era una puta. Pero no cualquier puta. Llegaba para darle a Francia un varón que heredase el trono, y sobre todo para equilibrar una deuda astronómica que la casa Borbón mantenía con los banqueros florentinos, hartos de dinero y ávidos de nobleza.
A partir de entonces María (por extensión los italianos) fueron señalados como responsables de cada costumbre libertina de la corte, que ya era un relajo antes, y de la introducción de excentricidades como el tenedor, el velocípedo, o la posición sexual contra natura que empezaron a llamar con una cifra indicativa de la postura corporal, y que rápidamente se puso de moda.


Ciento ochenta y nueve años después las excentricidades eran mucho más excéntricas. Por primera vez en siglos Francia no era gobernada por un rey. El último, Luis XVI, estaba preso. Y pronto sería decapitado.
En las calles pululaban oradores que proclamaban ideas de toda calaña. Entre los dantones y los desmoulines apareció el abate Rougemont.
Rougemont había sido un cura alcohólico y disoluto que se había rescatado para convertirse en fanático revolucionario. Se sabe: nada más talibán que un converso o un ex fumador. Su prédica era moral: terminar con todos los hábitos corruptos que había dejado la monarquía.
Y un día la emprendió contra el número nefasto que abroquela los cuerpos en un enredo demoníaco y puede ser practicado por igual entre un hombre una mujer, dos hombres o dos mujeres.
Hubiera pasado por un chiflado moralista si no fuera por los tiempos. El aire a todo nuevo, todo por discutir, todo por construir –—que como siempre duraría lo que un pedo. Los jacobinos prohibieron la práctica del intríngulis con pena de cárcel. Los desacatados fueron acusados de monárquicos, algunos terminaron efectivamente presos.


Pero si Rougemont era un descosido, Jean-Marie Valdoup era el roto que nunca falta.
Escribió un delirante panfleto de 14 páginas y se paró en otra esquina a vociferarlo. El panfleto se titulaba Denuncia de un engaño puritano, y sostenía que prohibir la posición prohibida iba en contra de la revolución.
Su argumento: el intríngulis no era un invento de la monarquía ni de los italianos actuales. Se venía practicando desde los tiempos de la antigua Roma, con el mismo nombre y la misma felicidad.
Valdoup citaba poemas de Catulo, Ovidio y Plauto, y tuvo sus diez minutos de fama. La gente le creyó alborozada. Se hablaba públicamente de la cuestión. La práctica se retomó con mayor vigor.
Pasaron los meses. La fama de Valdoup se fue apagando. El ala jacobina fue eyectada del gobierno. Napoleón ya se estaba frotando las manos.


Todos los demás quedaron como idiotas.
El genio no publicó ningún panfleto. Se paró en una esquina a predicar lo evidente: durante casi un año todos había sido idiotas. Si con la misma idiotez apoyaban el proceso político, el futuro de la revolución era inconsistente.
Su argumento era muy, muy sencillo. Le habían creído a Valdoup sin percatarse que en notación romana 69 se escribe LXIX, una grafía que ni por asomo sugiere posición sexual alguna. Hay que decir que por esos días la notación romana ya se daba en los colegios. Y que muy pocos iban al colegio.
El gobierno del Directorio pronto hizo realidad el pronóstico del genio sobre la revolución.
Respecto de las consecuencias políticas de la idiotez, la misma historia que no registró su nombre se encarga todo el tiempo de darle la razón.



maestro ed motta, dando cátedra




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